sábado, 19 de marzo de 2011

La niña y el tigre

Había una vez una niña que pertenecía a una familia muy pobre, de una aldea muy pobre, que cada día tenía que marchar por agua a una fuente alejada de su humilde choza. Cada mañana se levantaba temprano y a la hora en la que otras niñas, más afortunadas estaban en el colegio aprendiendo a leer, escribir y a hacer operaciones matemáticas, ella tomaba el cántaro, se lo ponía hábilmente sobre la cabeza y emprendía su camino de varias horas por senderos tortuosos. En la mayoría de los días se cruzaba con otras mujeres y algunas niñas, con las que intercambiaba miradas y alguna palabra de afecto, eran vecinas y algunas amigas, con las que jugaba por las tardes después de terminar las faenas del hogar.

Un día, en el que iba la pequeña pensando en sus cosas, tropezó con una piedra que no pudo ver y calló junto con el cántaro, éste rebotó con unos matojos y a punto estuvo de chocar contra unas piedras cuando golpeó sobre un animal que estaba dormido, el cual se asustó y huyó despavorido.
Afortunadamente el cántaro no sufrió ningún daño, la niña lo tomó presurosa y aliviada de no haberlo roto prosiguió su camino. Al llegar a la fuente llenó su cántaro y retornó junto a su familia, portando el agua que los suyos necesitaban para beber y hacer la comida.
Días más tarde, en otro de sus largos viajes a la fuente, cuando portaba esta vez lleno su cántaro, vio la niña un animal que andaba cojo con gran dificultad. La niña se detuvo un momento frente al animal que la miró con una mirada muy triste y le dijo ante el asombro de la niña: _Dame un poco de agua que no puedo ir al arrollo a beber.
La niña asustada huyó lo más rápido que pudo del lugar, al llegar a casa no quiso contarle lo ocurrido a nadie, pues la tomarían por loca.
Al día siguiente, antes de emprender el camino, preguntó a una vecina del pueblo si existía otro camino para ir a la fuente, pues tenía miedo de encontrase de nuevo a un animal que habla como las personas. La vecina le indicó un sendero más corto pero más peligroso, ya que los aldeanos contaban que por allí merodeaba un tigre devorador de hombres, una alimaña de las más peligrosas que existen. Le contó que durante décadas los hombres armados con antorchas y lanzas habían tratado de dar caza a la bestia, pero nunca lo habían conseguido, muriendo varios hombres en el intento.
La niña, tras oír la historia que le contó su vecina, no atendió la advertencia y tomó el nuevo y peligroso camino, ya que tenía más miedo al animal hablador que a los tigres de las habladurías.
Cuando llevaba un buen trecho por el nuevo sendero, y se había adentrado en un espeso bosque, la niña con su cántaro sobre la cabeza, comenzó a recordar la historia de su vecina y sintió un pelín de miedo, sólo un pelín
Un rato más tarde, cuando comenzó a escuchar pisadas y crujir de ramas, el miedo se había apoderado de ella. Entonces, se volvió y tras un árbol surgió la figura sigilosa, pero feroz del tigre. En ese momento, el miedo era toda ella, el pánico se apoderó de su alma y de su ser. Su cuerpo temblaba tanto que no fue capaz de sujetar el cántaro, y al caer al suelo se hizo añicos. Con el ruido que provocó la vasija al caer, el tigre asustado huyó y la niña pudo ponerse a salvo.
Al regresar apresurada a casa contó todo lo que había pasado, lo del animal que le pidió agua, el cambio de itinerario y la feroz presencia del tigre. Cuando su padre oyó las historias de su hija, la reprendió fuertemente castigándola sin comer varios días. Ya que su progenitor creyó que todo había sido un cuento para excusar su atolondrado despiste que provocó el consiguiente accidente por el que quebró el cántaro.
Con un cántaro nuevo, al día siguiente la niña emprendió el camino de siempre, al llegar a la fuente llenó su cántaro como todos los días y regresó a la casa. Al pasar un recodo del camino, encontró al tigre, tan asustada se sintió que estuvo a punto de volver a tirar el cántaro, pero tomándolo sobre su pecho pudo retroceder hasta un árbol cercano sobre el que apoyó su asustado cuerpo. Entonces el tigre le dijo a la niña;
_No te asustes niña, no quiero hacerte daño, sólo quiero decirte que el primer día que nos vimos no quise provocar tu huída, tan sólo que no podía andar bien pues recibí un golpe sobre la pata, de un objeto desconocido que me hizo mucho daño, al no poder andar durante todo un día por lo cual no pude bajar ese día al arroyo a beber, y como tenía mucha sed te pedí un poco de agua.
La niña no salía de su asombro, pero claro, el feroz tigre era el animal que el otro día le habló junto al camino.
_Y el segundo día, continuó el tigre, cuando volví a encontrarte, tan sólo quise pedirte perdón, pero te asustaste tanto que al caer ese objetos que llevabas sobre la cabeza, al suelo, yo también me asusté y salí corriendo. Sólo quiero decirte que no soy malo, sólo soy un tigre que los hombres quieren cazar y matar. Espero que mi explicación te valga para que puedas perdonarme.
La niña asintió con la cabeza, y aun temerosa prosiguió su camino. Durante el tiempo que duró la caminata, ésta anduvo pensando, como pudo ser que la primera vez que vio al tigre su miedo fue por escucharle hablar, pero en realidad no sabía que era un tigre y menos que fuese el devorador de hombres, claro hasta que la vecina se lo dijo no pudo caer en la cuenta.
Los miedos, igual que el tigre, nacen de la influencia ajena, de las palabras de los demás, de las supercherías. De esas leyendas ancestrales que se cuentan para pasar el rato en las noches largas junto a un fuego. E igual que los prejuicios que tenemos sobre los demás nacen de los cuentos que nos transmiten los padres, los amigos y la sociedad en general, para conseguir que andemos con nuestra mente obtusamente entretenida, en vez de disfrutar de la vida y de las cosas que nos pasan, sin esperar ese miedo que “nunca está por venir”, sino que nace en nosotros gracias a la inspiración de los demás.

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