viernes, 8 de julio de 2011

Una historia de encuentro y alivio


Esta es una de esas historias de vidas, en las que los destinos se entrelazan como nudos prietos, difíciles de desatar, como olvidados en las profundidades de su destino.
Vivió hace mucho tiempo en una tierra olvidada por nuestros dioses, una familia ni pobre ni rica, una familia que por los designios de la vida tuvieron que marchar de su casa hasta otro lugar más esperanzador. Allá la hija menor conoció a un hombre con el que el amor confluyó en la pasión de sus vidas. De este amor nació un varón de pelo ondulado y negro como la mirada de su “hedef”.


Pero la felicidad del amor y la unión no pudo durar mucho tiempo la familia de la joven no aceptó esa unión, pues el amor era intocable y quiso proponer un arreglo entre ambas partes, y de esa manera tratar de aliviar el sufrimiento de todos, menos de ese hijo de pelo ondulado y negro.
Pasaron los años, pasaron muchos años y el alivio del sufrimiento no terminó de templar, alguien hizo llegar a los oídos del joven, los tormentos de su pasado, y este un buen día llevó a su madre a un rincón de ese rincón que siempre encierra cosas que se han de tapar, para preguntar verdades.
Su madre le explicó lo pasado, los alivios buscados, los sufrimientos padecidos, las miradas empañadas, las cargas, las descargas, las apreturas, los hilos que tiran del corazón.
Del dolor, del puño que golpea, de la más absoluta rabia, salieron palabras de ira, palabras que duelen sin pronunciarse, de miradas ardientes.
Este joven dejó su casa, dejó a su familia y dejó a su madre, la madre que lo parió desde el amor, la madre que le dio la luz y la vida. Buscó a ese padre del pasado, ese hombre que aceptó ese alivio del sufrimiento familiar, para alejarse de las ondulaciones del pelo  negro de su primer hijo.
Ya rehecho de los sufrimientos, construyó otra familia, la que debería ser su primera verdadera, lejos de la que no fue.
Cuando el hijo llamó a la puerta del padre, éste le abrió y lo recibió, lo abrazó, lo apretó, lo lloró y lo acogió. Durante días, su primogénito no reconocido, fue bienvenido a su casa, sus demás hermanos lo respetaron y lo acogieron también, pero él se entristecía cada minuto que pasaba, su felicidad no le aliviaba la distancia que había puesto con su madre.
Algunos días más tarde, habló con su padre y le hizo saber todo el llanto que derramaba su corazón por su madre alejada por él, y que su felicidad no sería nunca completa si no estaba cerca de su madre, la que le dio la luz y la vida, y su padre, dador de ese pelo ondulado y negro.
Su padre calló, lloró, mordió su labio y dijo; hijo mío, cuando tu naciste yo no fui capaz de luchar por el amor de una mujer y de un hijo, pero ahora que soy mayor, y que estás frente a mi, haré lo posible para que tu madre, tu y yo estemos juntos, si es necesario dejaré a mi familia, para que nos unamos de nuevo los tres.
Esto dejó desconcertado al joven, que tras escuchar a su padre trató de tragar y digerir las palabras que oyó.
Enmudeció otorgando en su silencio, en un silencio del tiempo, ese que quiere curar, pero que en el fondo hace más grande la herida.
La madre, mientras tanto guardó el silencio de la soledad con ese llanto profundo y mudo que deja la ausencia de la persona que se ama, ese hijo que se marchó cerrando la puerta de su presente, para buscar el pasado, y que nunca volvería. Durante días, esa mujer no volvió a comer un trozo de pan, no volvió a beber un sorbo de agua, sólo alguna lágrima salada que resbalaba por la mejilla y llegaba a la boca.
Pasaron quince días y la profundidad del dolor era insondable, cuando sonó la puerta de la casa, eran golpes secos, golpes del pasado, golpes que traían el recuerdo de otras noches. Al abrir allí estaba el hombre de su vida y el hijo de su alma.
El hombre habló después de entrar a la casa, con el permiso del segundo hombre, que no pudo más que agachar la cabeza para que la verdad pasase por encima.
Habló y dijo lo que tenía que decir, la mujer escuchó lo que tenía que escuchar. Y después de las palabras, las lágrimas, los llantos, los nudos que no se desatarán sin más motivo que la fuerza del amor, habló el hijo para decir; Padre, Madre, aquí la última palabra, si ustedes la aceptan será la mía. Yo he provocado esto, yo soy el verdadero culpable del presente, pues del pasado nunca nadie podrá tener culpa. Yo he convocado la pena, yo he abierto la puerta de esos recuerdos, para que la pena invada nuestras vidas. Yo no quiero que se rompa nada, yo no quiero que la felicidad de mi corazón se apoye en el dolor de los demás. Yo sólo quiero a una madre que me dio la luz y la vida y a un padre que me dio mi pelo ondulado y negro. A partir de mañana viviré con mi madre y visitaré a mi padre, con ellos hablaré, a ellos querré y de la felicidad beberemos la paz de nuestros corazones.

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