Erase una vez un niño grande de
nombre Alberto, que vivía con sus padres en una pequeña casa de las afueras de
cualquier ciudad. Desde bien pequeño, Alberto amaba a los animales, y los amaba
por encima de cualquier cosa. Todo lo contrario que sus padres, quienes veían
erizarse sus bellos sin notaban cerca la presencia de cualquier animalillo por
pequeño e insignificante que fuese.
Alberto, siempre trató de ocultar
la posesión de sus amados animales, mascotas y bichejos varios; algunos ratones
que tuvo, los escondía en el garaje. Una vez ocultó un conejo tras la lavadora.
Un perro fue mimetizado junto a las cortinas, durante semanas.
Sus padres, rompían cualquier
estrategia de ocultamiento y descargaban su ira sobre el desdichado Alberto,
cada vez que localizaban la argucia, obligándole a deshacerse de ellos una y
mil veces.
Alberto no cejaba en su empeño y
continuaba con sus estrategias, el cesto de la ropa, servía de habitáculo para una
serpiente pitón y la caja de las herramientas la casa de unas cucarachas
gigantes de Madagascar.
Pero llegó aun más lejos, cuando
un día trató de convencer a sus padres que ese elefante indio de tonelada y
media era una furgoneta de reparto del nuevo trabajo…, sus padres ya estaban
desesperados, pero Alberto seguí tratando de ocultar mediante argucias y
engaños todos los animales que caían en sus manos.
Lo cierto es que lo más grave y
triste, no es mentir y tratar de engañar, sino creer que los demás se creen el
engaño, y vivir convencido de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario